El presidente Enrique Peña Nieto firmó el pasado 21 de enero el decreto por el que se establece el Sistema Nacional para la Cruzada contra el Hambre (SINHAMBRE), que tendrá los siguientes objetivos:

  1. Acabar con el hambre a partir de una alimentación y nutrición adecuada de las personas en pobreza multidimensional extrema y carencia de acceso a la alimentación.
  2. Eliminar la desnutrición infantil aguda y mejorar los indicadores de peso y talla de la niñez.
  3. Aumentar la producción de alimentos y el ingreso de los campesinos y pequeños productores agrícolas.
  4. Minimizar las pérdidas post cosecha y de alimentos durante su almacenamiento, transporte, distribución y comercialización; y
  5. Promover la participación comunitaria para la erradicación del hambre.

Los objetivos de dar atención focalizada a 7.4 millones de mexicanos en situación de pobreza extrema y carencia alimentaria, “los pobres entre los pobres”, no admiten regateo. Sin embargo, hay dos temas a los que deberemos ponerles atención.

El primero de ellos tiene que ver con la manera como se financiará este esfuerzo. Se afirma que los recursos provendrán del “alineamiento” de los presupuestos de 70 programas federales que cuentan con distintos componentes de carácter alimentario y productivo.

Existen dudas de la efectividad de estos esquemas de coordinación intergubernamental, debido a las inercias y la prevalencia de una cultura burocrática en la administración pública. Los presupuestos representan poder político, instrumentos de legitimidad personal, capacidad de decisión e incidencia en la agenda pública para los responsables de los distintos programas. No hay incentivos para “sumar”.

Esas “resistencias” sólo pueden quebrarse a partir de la existencia de una firme decisión política, basada en el liderazgo, en la habilidad para tejer un fino entramado de acuerdos, y con los “dientes” para persuadir y, en su caso sancionar, a quienes no estén dispuestos a caminar en la coordinación intersectorial.

El segundo tema que merece seguimiento, es el de la “participación comunitaria y la movilización popular”. El PRI, a pesar de su renovado discurso y su agenda de cambios, algunos de los cuales se enfocan hacia una mayor transparencia y control de las acciones gubernamentales, lleva consigo, en su código genético, una marcada propensión al clientelismo político y al corporativismo.

La piedra de toque de este esquema de organización social que se propone impulsar en el marco de la Cruzada, radicará en qué tanto la administración de Peña Nieto es capaz de reconocer que estamos inmersos en el marco de una nueva cultura política ciudadana que exalta la libertad, un trato democrático entre gobierno y sociedad, y que rechaza los viejos esquemas autoritarios de control político “desde arriba”, desde el vértice del poder presidencial.

Hoy, los ciudadanos están dotados de nuevas herramientas de intervención en la esfera pública, como las redes sociales, y son profundamente críticos hacia la partidocracia y el quehacer gubernamental; tenemos una sociedad civil que ha alcanzado densidad, influencia y capacidad de interlocución con las autoridades.

Y ése es un buen signo para la democracia y la mejor esperanza para quienes anhelamos que la Cruzada contra el Hambre se convierta, efectivamente, en una política pública para resolver rezagos sociales pendientes, y no en instrumento de intereses clientelares.