Estamos viviendo una verdadera revolución, la “uberización” de la economía o “economía colaborativa”, caracterizada por miles de plataformas electrónicas de intercambio de productos y servicios que crecen a una velocidad impresionante.

Tomo el nombre de Uber para analizar este fenómeno, una red mundial de transporte que se basa en una aplicación móvil para ofrecer sus servicios. Nació en San Francisco, California, en Estados Unidos en 2010. Actualmente opera en 63 países (pronto en Hermosillo). En 2015 brindó 150 millones de servicios alrededor del mundo. La empresa está valuada en 50,000 millones de dólares.

Este es el lado empresarial de la economía colaborativa que genera enormes ganancias para emprendedores privados, pero hay otra faceta social, fuertemente filantrópica, que vale la pena resaltar.

Es el caso de M-Pesa, una aplicación de telefonía móvil que tiene más de 14 millones de usuarios en Kenia, África, la región más pobre del mundo, y que le permite a personas tradicionalmente excluidas de los servicios financieros, enviar y recibir dinero y retirar efectivo de cajeros automáticos, además de entrar en contacto con microfinancieras para obtener un crédito. Es el caso también de Shareyourmeal, una plataforma holandesa dedicada a compartir comida que empezó como un grupo de WhatsApp y que hoy cuenta con más de 100,000 miembros. Y como estos ejemplos, muchos más.

La economía colaborativa plantea una revolución vinculada a las nuevas tecnologías y al surgimiento de una filosofía generada por la crisis y su impacto social: compartir en vez de poseer, reducir radicalmente las diferencias de ingresos, democratizar la economía y crear una sociedad más equitativa y sostenible. Un experto en el tema, el economista y sociólogo Jeremy Rifkin, afirma que la revolución tecnológica, sumada a la colosal productividad del capitalismo del siglo XXI, permite que la información, la educación y muchísimos bienes y servicios antes sometidos a las fuerzas del mercado puedan ser casi gratuitos.

Rachel Botsman, profesora de la Universidad de Oxford, pionera del movimiento por el consumo y la economía colaborativa, y autora del libro What’s Mine Is Yours (Lo mío es tuyo), plantea el cambio que este fenómeno provoca en el sector educativo. “Las universidades –cuenta Botsman– son creaciones de la Edad Media. Había que asistir a sus cursos en persona para poder conseguir un diploma. Se convirtieron en pozos de sabiduría, pero también en cotos restringidos. Pero hoy, gracias a las nuevas tecnologías, podemos aprender casi cualquier cosa de cualquier persona”.

Un ejemplo para el caso de México es el proyecto que instrumentan la Fundación Carlos Slim y Coursera –la plataforma líder de acceso masivo a cursos superiores en línea– que le permite a millones de personas que hablan español tener acceso a estudios superiores de clase mundial, proporcionándoles herramientas que les permitirán contar con más y mejores oportunidades de empleo.

Hay un enorme potencial para utilizar los esquemas colaborativos en México que podrían ayudarnos a fortalecer la cultura del voluntariado y las redes de solidaridad de ciudadanos con otros ciudadanos.

Pienso en plataformas tecnológicas para que los buenos maestros puedan ofrecer su apoyo a alumnos que requieren de acompañamiento para mejorar su aprendizaje; para que la capacidad ociosa de transporte de los gobiernos locales se pueda poner al servicio de los Bancos de Alimentos con objeto de recuperar y distribuir; para que jóvenes universitarios ofrezcan servicios de educación y salud, proyectos de vivienda popular, atención a grupos vulnerables: niños de la calle, mujeres víctimas de violencia, migrantes, jornaleros, adultos mayores.

La economía colaborativa ofrece un campo abierto para desarrollar negocios económicamente muy rentables, ahí está el caso de Uber, de Airbnb, pero también para trasladar talento, conocimientos, bienes, de quienes mucho poseen a quienes nada tienen.

Dice el pensador argentino Horacio Reggini que “es un deber imperioso de la tecnología construir una sociedad justa y plural que permita alcanzar una vida más plena, menos fragmentada, verdadero fin al que toda acción humana debería aspirar”. Tecnología al servicio de la gente, tecnología para construir una prosperidad compartida. Creo que debemos aspirar a ello.