Invitado por el Presidente Peña Nieto al arranque de la Cruzada Nacional contra el Hambre en Chiapas, en enero de 2013, Luiz Inacio Lula da Silva aprovechó para presumir los logros de los 10 años de gobiernos de “izquierda” en Brasil: “sacamos de la pobreza a 33 millones de personas y 40 millones ascendieron a la clase media. Generamos 19 millones de empleos formales. El salario mínimo que antes era de 80 dólares, hoy ha aumentado a 350 dólares. Pasamos de 70 millones de cuentas bancarias a 120 millones”. Brasil era un modelo exitoso de superación de la pobreza y el hambre, y una estrella entre las economías emergentes.

La situación ha cambiado dramáticamente. De tasas de crecimiento promedio anual del PIB de 4.56% entre 2006 y 2010, se pasó al 2.12% entre 2011 y 2014. En 2015 la economía cayó 4%, y se prevé para este año un nuevo decrecimiento de 3%. Brasil atraviesa una grave recesión.

El 4 de marzo pasado la policía detuvo a Lula y lo llevó a declarar ante un juzgado por supuesta vinculación con la operación Lava Jato (en español “Lavado de autos”), un esquema de lavado de dinero que se sospecha contribuyó a mover de forma ilícita más de 8,000 millones de dólares, unos 140,000 millones de pesos, considerado por la Policía Federal como la mayor investigación de corrupción en la historia de Brasil.

El caso implica a la empresa estatal Petrobras así como a empresas constructoras involucradas en el pago de sobornos por contratos. Varios directivos de muy alto nivel están en la cárcel, mientras que la presidenta Dilma Rousseff enfrenta la posibilidad de un juicio político que podría conducir a la revocación de su mandato. Buscando proteger a Lula, Rousseff lo nombró ministro de la “Casa Civil” (especie de Primer Ministro), con objeto de otorgarle fuero, en una maniobra que ha sido fuertemente criticada. Todo esto ocurre en medio de manifestaciones multitudinarias de millones de personas que demandan la renuncia de la presidenta y prisión para Lula y todos los implicados.

Los datos son incontrovertibles. De acuerdo con la Encuesta Latinobarómetro 2015, apenas 21% de los brasileños está satisfecho con la democracia; la aprobación al gobierno cayó de 86% en 2010 a 29% en 2015; tan sólo 12% de la población opina que Rousseff “gobierna para bien de todo el pueblo”; Brasil es el país más corrupto de América Latina (sólo 16% de los ciudadanos considera que se han hecho progresos en materia de transparencia).

La acusación concreta contra Lula parte del supuesto de que recibió inmuebles de las constructoras Odebrecht y OAS, situación que nos remite al caso de políticos mexicanos beneficiados por empresas privadas beneficiadas por contratos de obra pública, sin que ello haya tenido consecuencias jurídicas.

¿Por qué en Brasil los funcionarios corruptos van a la cárcel e, incluso, una presidenta está a punto de ser depuesta por el poder judicial, y en México no pasa nada? La fiscalía brasileña ha dado la clave: “Dentro de una República, incluso las personas ilustres y poderosas deben estar sujetas al escrutinio judicial cuando hay fundadas sospechas de actividad criminal”.

Brasil cuenta con un esquema institucional y jurídico diseñado para sancionar a aquél funcionario que viola la ley, y frente a jueces que son capaces de deliberar y decidir con plena autonomía con respecto al Poder Ejecutivo.

Es, además, la debacle de las supuestas virtudes de la izquierda como gobierno. El Partido de los Trabajadores de Brasil llegó al poder en 2003 con la promesa de fundar un gobierno sustentado en valores de transparencia y rendición de cuentas, y de rencausar la prosperidad económica producto del boom petrolero hacia los sectores más vulnerables de la población con objeto de alentar la movilidad social y reducir la pobreza.

Hoy, esos mismos beneficiarios del éxito de la administración de Lula, esas ascendentes clases medias que se incorporaron al progreso económico de los años 2000, son las protagonistas de la revuelta popular en contra del gobierno brasileño. El desenlace es todavía incierto, pero hay una lección política que estamos obligados a atender: nadie puede estar por encima de la ley.

La democracia se nutre de la confianza de los ciudadanos en sus gobiernos, y en la certeza de que lo público está en manos de políticos comprometidos con los valores de la honestidad, la eficacia, la responsabilidad. Brasil es un ejemplo de que con instituciones fuertes e independientes podemos poner un dique a la opacidad y garantizar mejores gobiernos.

Y México, ¿para cuándo?