Dice Yascha Mounk en su libro “El pueblo contra la democracia” que “hay años vertiginosos en los que todo cambia de repente. Los advenedizos toman la escena política. Los votantes claman por unas políticas que eran impensables apenas unos días antes. Tensiones sociales que llevaban mucho tiempo bullendo bajo la superficie, entran en explosiva y terrorífica erupción. Un sistema de gobierno que daba la impresión de ser inmutable parece de pronto estar a punto de descomponerse”.

Hoy, nos encontramos en un momento como este.

Agrega Mounk que hace un par de décadas, la democracia liberal reinaba y la mayoría de los ciudadanos parecían comprometidos con ella; la economía crecía; los partidos radicales eran irrelevantes.Todo eso se ha derrumbado.

Ahora, los populismos están en auge en el mundo y los electores parecen desilusionados con las prácticas y los valores de la democracia liberal.

Si bien la inminente derrota de Donald Trump dejó sin uno de sus líderes más distinguidos al populismo, existe un variado catálogo de jefes de Estado que impulsan esta forma de hacer política: Boris Johnson en Gran Bretaña; Viktor Orban en Hungría; Vladímir Putin en Rusia; Recep Erdogan en Turquía; Narendra Modi en la India; Rodrigo Duterte en Filipinas.

En América Latina, Jair Bolsonaro en Brasil, Nayib Bukele en El Salvador; Nicolás Maduro en Venezuela; Andrés Manuel López Obrador en México.

Estamos, como lo señala el historiador francés, Pierre Rosanvallon, ante “la ideología ascendente” de este siglo.

Mucho se ha escrito sobre los rasgos negativos del populismo: su visión simplificada de la democracia; el desdén por las leyes y las instituciones; la aversión a los contrapesos; la tentación de concentrar las funciones del Estado en un líder único; el culto al “defensor del pueblo”; la intolerancia a la crítica y el acoso sistemático a la prensa libre; la polarización de la sociedad; el uso de “mentiras organizadas” para crear realidades alternativas (posverdad); el nacionalismo extremo y la xenofobia.

Hay un consenso más o menos claro en que el populismo surge de la desilusión de los ciudadanos con un sistema que no solo no ha satisfecho sus anhelos de representación, sino que además no ha sido capaz de garantizarles de manera sostenible una serie de satisfactores básicos para su bienestar.

El populismo se nutre de los “perdedores” de la globalización y del hipercapitalismo: las grandes masas excluidas de la sociedad de consumo y ubicadas a la cola del elevador social; los trabajadores afectados por el cierre de las industrias tradicionales devastadas por la apertura comercial; de sectores de la población que ven a los inmigrantes como un peligro para su identidad y la cohesión de sus comunidades.

Trump no hubiera ganado la presidencia en 2016 sin el apoyo de los obreros blancos afectados por la crisis de las empresas automotrices, del acero y del carbón ubicadas en los estados del “rust belt” (cinturón del óxido). Sin embargo, el populismo se nutre también de un fuerte componente simbólico: el rechazo social a los privilegios de las élites políticas y económicas, un difuso pero poderoso sentido de igualdad, el rechazo a la política y los partidos tradicionales, la fascinación por líderes antisistémicos.

El populismo abrió una puerta a los que no tenían voz para expresar sus visiones y expectativas, y convirtió su frustración en una poderosa fuerza política y electoral. Por eso Rosanvallon asegura que una de las aportaciones más importantes del populismo a la democracia contemporánea, es entender que se gobierna también de acuerdo con las emociones.

La abrumadora victoria electoral de López Obrador en 2018, no podría explicarse sin la movilización del sentimiento de rechazo a la corrupción del gobierno de Peña Nieto, al dispendio y la frivolidad de funcionarios que se pasaban el fin de semana jugando golf mientras el tabasqueño visitaba las comunidades más apartadas para recoger las voces de la gente.

Ese es el valor agregado del populismo en materia política: obligarnos a reconocer que el sentir de la gente es importante, que la carga emocional de los ciudadanos es a veces un factor más importante que los indicadores sociopolíticos a la hora de gobernar o definir una estrategia electoral.

El populismo nace de las fallas intrínsecas de la democracia liberal, y una de las más importantes fue haber olvidado que las emociones de los ciudadanos cuentan y votan.

Como dice Rosanvallon, “La democracia no es una conquista. Es un frente de batalla. Es frágil y muere si no se renueva. Sin instituciones democráticas vivas existe el riesgo de que los ciudadanos se cansen de ese modelo y consientan su desaparición”. Ojalá entendamos esta importante lección.